martes, 17 de agosto de 2010

Combustible originario










     Achique de islas. Hilos de agua escondidos. Un delta de silencio, hablado por los pájaros y los remos del viejo Bartolomé. Viene entre vientos de octubre y frescos de soles. Lo veo, llegando a mi muelle.

      La vida y sus ancestros se le han quedado en el rostro, dibujado por hendijas y marrones, como quién vive en el barro. Pero es limpio de sonidos en su cajita interior de resonancias.

      Él pesca. Para comer, para ganar jornal y para recordar; esas fantasmagóricas historias de su abuelo en aquel puerto africano de pescadores. Siempre le contaba. Ahora, Bartolomé me cuenta a mí.

      Sentados acá entre atardeceres donde se compran sin un centavo cielos rojizos, lloviznas de cuentos y flores azules de las hortensias. Estamos colgando los pies sobre la viveza del agua; pasando un mate de boca a boca; tentando mosquitos y respirando juntos. Te dije, me mira y yo tiemblo. Siempre fue así, cada semana a su regreso, al habitarnos juntos; soy un aljibe de mariposas.

      Te dije, repite, del sueño que me persigue. Hay un mar callado, voces de niños, es afro la luna afro la playa y yo no puedo tocar los atabales; algo me acosa y grita dónde están tus manos, tus manos, mis manos.... Me duele real, este no lograr retumbar un parche, por eso mi carencia ancestral se mete en el sueño. Tengo el paisaje…es mi no poder ponerle música… y hace silencio

      Cae una hoja, siento que el mundo incomprensible me cae encima; entonces se despide, y sí, nos besamos. Vivo con él casi desde que nacimos.

       Vuelve a sus remos, aún le falta vender la carga; me levanto, empiezo a caminar hacia la casa. Cae otra hoja, percibo, dioses distantes y nosotros humanos, hacemos el milagro de comprender nuestros minúsculos mundos nativos, hacedor paridor; este que veo explotando huerta y orquídeas a mi contorno. Y allá lejos poniendo tambores en los remos de mi Bartolomé. Lo tiene logrado suenan afro suenan a parche negro al golpear sobre el río. Ya no será perseguidor su sueño.

      Tendremos noche para ser unitivos de cuerpo y apareo.

      Sonrío y comienzo a preparar nuestro pescado.


imagen: "sorgo rojo" de m. casas

domingo, 8 de agosto de 2010

Jesucrista










      Goteaba su sangre, sobre una oscura vasija de terracota. Podía discernir aún. Se preguntaba por qué ese árbol gigante, de un supuesto cactus de maceta. Por qué en la casa de un pequeño patio. Por qué en la noche fresca, de este verano saturado de vida barrosa, se cayó de la farsa; recordándole las vidas continuas de errores y faltas; de padres a hijos, de ignorados genes hablando por nuestra boca; golpeando herencia hasta dejar un dedito torcido o una torcida violencia. Cachetazos. Borrones. Y cuentas a empezar en sartenes poco usados o braceros con grietas de tanto hervir para sopa; porque también esta vida continúa con o sin su sangre circulando presa en las venas.
    
      Su sangre goteaba.
      Había virado el segundo de su pensamiento, se quedó sólo un respiro colgada de aquel punto negro de causas y consecuencias; olvidó
el árbol más aún las espinas, ácidas, bruscas, amontonadas; troncos de punta de cinco centímetros.
       Ahora; estaba incrustada ahí. Sintiendo el atrape, sintiendo escurrirse roja mojada, sintiendo que ya poco percibía en la cárcel encajada
a casi toda su entidad humana. Coronada de espinas como redes de trampa.
       En sudor y delirio, pasaban asombros de imagen, la pollerita amarilla con la alegría soleada de lentejuelas, la vocecita que aún no sabía de palabras gritando ¡una araña!, el velo de novia, la gervera roja, la escena de empalme que le movía su pubis.

     Sangraba en gotas, como al instante llovían aguas en gotas, goteras de universo en torrentes sobre ella. Bendice, bendita; afloja las rejas, apaga el ardor, despierta su letargo. Lucida.
     Un tirón de mil muelas sacadas, un tirón en pujo de fórceps, un tirón  del tirabuzón de la vida que le pone el tapón a la muerte.
Despega; ya no gotea, su vida no se va del todo; comienza arrancando sus ropas lamiendo cada agujero de su cuero herido. Desnuda y la lluvia. Se lava, duele, duelo a fondo a mente a vida continua que continúa, a curar a cicatrizar; a mirar la noche suya, sola con la sombra del hombre que extraña. Vivirá  y es verano.
     También vivirá el árbol, ella no es venenosa.

     Entonces se abrió la noche y sobrevino la ofrenda, cerca, al fondo, contra la oscuridad entera y sonora. Se levantó ella hembra mujer, que llegó a casi muerta y volvió a escuchar la voz de su hombre, continuando sus vidas, que corteja y llega.




imagen: afiche de película "espinas" mexicana

domingo, 1 de agosto de 2010

La niña del miedo











    Santa Sombra, estaba en esas tardes mansas. Pocas casas enracimadas sobre el giro del camino donde viejos árboles espesos, fundaron sus primeras sombras cercanas a la arena; sobre una orilla de mar, aún no aventurada de pasos y dineros.
    De ahí el nombre del paraje, se lo dieron los padres de Juan, los primeros en llegar y enamorarse de ese remanso. Ahora él estaba solo en la casita primera, la de dos plantas, ésa con escalera de madera en la que había vivido en cada escalón un sueño de partidas y llegadas.
    Farah y Mahud hacía años eran sus vecinos, los de aquella construcción con torre y diagonal en teja, poco hablaban; pero mostraban una manera de flotar bajo las hojas, de buscar conectarse con musas esmeraldas, de oír una cítara lejana y un inclinarse en el saludo.
   La edificación de al lado era la más alegre, una joven tarareaba con el sol prepoteando madrugada y llevaba su sonrisa metida en los ribetes coloridos de su ropa hasta el mar, donde caminar y perderse era un motor extraño en sus días: Nadie se había preguntado nunca que querían perder los pasos de Maritka.
    Alguien más estaba en el cuadro casi pueblo.
    María, la niña muda, impávida en su mirada, en el tesón austero de sus ropas en el turbio contenido de sus ojos y en la boca. Su boca, que nada sabía de sonidos anonimando palabras. Quizás era que sólo por su boca lloraba pero el ruido de esa tormenta la podían contar unicamente sus ojos.
    Ella contrastaba con todos y sin embargo era parte de todos, en realidad cada casa era su casa y de cierta forma, aún era uno de ellos algunos días.

    De cómo fue Juan cuando llegaron, solo cantaba alegre, aventurero; puso nombre a las sendas, a los nidos, a las olas y a sus hermanos a medida que fueron naciendo. Los escalones de madera lo embrujaban, contemplaba desde cada uno horas distintas y marcaba en ellos lo que lo atrapaba en devoción. Se fue como sus hermanos empujado por lo que creía debía ser. En la ciudad eligió estudios y facultad.
   Nada fue como en el pueblo, eran tiempos políticos fuertes, pertenecer al centro de estudiantes, proceso militar que ahogaba todo grito de cambio. De aquellas sesiones de mirada que lo fascinaban pasó a la lucha grupal por lo social. Sentía que el mundo era como su escalera, un espacio de maderas nobles en igualdad para observar, con tiempos de búsqueda y llegada; nunca para deshacer y vedar.
   Allí dentro de él, vivió María no como niña sino como miedo mudo, por eso después de escapes a la tortura enajenante; sin explicarse el por qué yo logré sobrevivir; volvió con cuarenta años a Santa Sombra donde a veces esa mudez interior de años, aún lo ronda. Había deambulado años en preguntas incluso en dolor por su familia ausente en exilio forzado.
    
   También en sus vecinos hindúes, suele habitar María, casi no logran revelarse como están vivos y gozan ese paraíso de Santa Sombra.
    No les fue fácil huir, cuando Farah fue impuesta a matrimonio negociado desde su nacimiento, entre familias de ralea en su país; Mahud hijo de un artesano no debía tener la osadía de cruzar amor entre ellos. Pero sucedió. Escaparon casi niños, en un carguero chino. Entre medianoches y descubrirlos sin entender el idioma y terminar vendidos en Calcuta, pasó una eternidad y un segundo. Prostitución y servidumbre. Red de tratas humanas. Maduración temprana y desarraigo, fue allí cuando María y su silencio, se añadió a ellos en miedo. Prolijamente aprendieron a programar un sueño de autonomía. Y fue su última escapada, tenebrosa perseguida. Serían de sus vidas, dueños. Con huellas en sus cuerpos y ahorros escasos en sus ropas, se encontraron comprando pasajes de tercera y una libertad de primera.

    Maritka, había elegido el país, el paraje, es feliz; como entonces tiene a María algunos días dentro de su piel, cuando camina sin tiempo a lo largo de la arena, incansable en extenderse kilómetros a orillas del mar. Allí deja de cantar, deja de ser feliz y pide perdón a su tierra y a sus jóvenes camaradas por su cobardía de huir ante el fracaso de la nada. Guerrillas y odios separatistas, su orfandad, la impulsaron a callar sus planes ocultar su comida e ignorar, viajando lejos, lo que había muerto mil veces en cada lucha armada inútil con tendales de cuerpos y de hambres.
María fue aquietando su tormenta en los ojos adentro de cada uno. Mientras pasaban años. Ya no se la ve en el cuadro de Santa Sombra.

   Hay algunas casas nuevas de contemplarios como Juan, que es igual que decir meditadores como Farah y Mahud o caminantes como Maritka.
    Llegaron por algún motivo con una María muda dentro para lograr darle voz e integrarla a ellos en curación colectiva.
    Los hijos de Juan y Maritka ya aventuran caminatas de arena y ponen nombre a las cosas como sus padres; los pequeños hindúes son sus íntimos compañeros de sus gestas. Casi se sienten los fundadores de las risas nuevas.
    La más pequeña dibuja mientras el cascabel de su voz no deja de volar alientos a los senderos y a sus hermanos, escuchas ansiosos de esos sonidos brillantes, festejan sus incursiones de pincel y lienzo. Entonces ella triunfal levanta el cuadro donde hay una niña vestida de rojo, llena de risa y ojos de luna, soles, pájaros y espuma; como las marcas en la escalera que hiciera su papá.
    En tanto los otros la aplauden, cuenta a los gritos, feliz, ausente de miedos; la nena que pinté se llama como yo, María.