martes, 10 de junio de 2014

La justicia de las mulas


Entraban a ese galpón mugroso de madrugada.
    Ahora ya es de noche, el hombre apagó las velas, todas se sobresaltaron. Deberían estar acostumbradas; pero el miedo no cedía. Con voz de mando les dijo terminó el trabajo, sin luz no veo donde puse la paga, mañana veré. Asegurándose cada día que al otro vendrían y que en sombras no se llevarían las valiosas piedras sobre las que torturaba con sus gritos por pulir, engarzar, enhebrar, contaminarse.
    Salen a tientas, a estampida, a buscar sus casas lúgubres pero con familia, algo caliente y unas lumbres de leña. Eran niñas, todas.

    Indira y Aisha, son hermanas, de la mano con sus 7 y 6 años; van pensando en madre, que espera las monedas acuciada por el fin de los alimentos que intentaba estirar. Padre gana en mínimo, trabaja en máximo.
    Comen todos caldo de raíces y algo de leche, gracias a la cabra.

    Rutina del día siguiente, ensoñadas, con frío. Visten mezclado, abrigos dádivas occidentales, con algunas polleras étnicas que cose la madre, de una gastada suya hace pequeñas. La tradición y la identidad, es necesidad espiritual, un contenerse en el vestir y mantener pertenencia a la historia ancestral colectiva.
     Llegaron. A puerta clausurada, el hombre las esperaba afuera. Hoy no se trabaja, mi mujer está a punto de parir, les tiró unas monedas y las corrió desesperado por irse. Mentira. Un ejemplar clandestino como ese, no deja de producir y ganar, por sentimientos y menos por su mujer. Para él, conservador de superioridad de género y de creencias antepasadas, las mujeres seguían siendo invalidadas como humanas, eran desde el nacimiento consideradas como entes de oscuridad e infelicidad, sólo la obligación de servirles sin voz propia.
     La causa entonces. Le avisaron que vendría una inspección por el trabajo de menores. Se repite en el mundo la coima y el aviso de algunos funcionarios.
      Por eso a los varones infantes que empleaba, los apuraba a látigo, para que cargaran las mulas y sacar todo indicio de lo que allí se hacía, nunca hubo controles por aquí, algo esta cambiando y no me gusta, pensó. Y siguió a fusta endurecida con los animales.
      Tan mansas las mulas, tan animales de carga, tan empacadas a veces, tan justicia, Se desbandaron, le pasaron por encima, huyeron y los niños también. Hay coces mortales. “No hay patada peor que la de mula mansa”

       Qué fiesta, las dos caminan sin apuro, sin espanto, sin saber lo ocurrido cuando se fueron; llevan las monedas a su madre. De lejos vieron despedirse en abrazo cálido al padre que regresa a su fajina. Eran felices a su manera, se respetaban, se ayudaban. Él algo sabía de letras y de historia, por eso nombró a su primer hija Indira, primer ministra mujer y defensora de la independencia de este, su país. Soñaba con el mundo igualado, que acercó al pueblo aquel luchador que le contara su abuelo: Mahatma Gandhi.
      Las chicas, cuentan lo sucedido a madre y salen a jugar, por fin el sol es para ellas. Juntan semillas, piedrecitas arcillosas y se hacen pulseras y collares, Enhebraban colores libres lejos del tugurioso patrón. Lucen bellas en su propio tiempo, el que les pertenece: al fin infancia. Recogen flores y pastos que parecen mariposas, aunque el paisaje es árido, hoy tiene el aura del descubrimiento.
      Cómo será la India, pregunta la más pequeña, la otra le respondió: Ésto es India. Este lugar también, gritó Aisha asombrada.
         A la mañana siguiente, supieron los sucesos en el galón mugroso. A los pocos días se acercaron errantes, las mulas con sus cargas, a las mínimas casas alejadas; donde vivían los niños. Buscaban voces, calor alimentos y una natural vida animal.
   
        Nunca les sobra el dinero; pero van aprendiendo a trabajar en comunidad con el regalo de las mulas. Los hombres con sus hijos van en principio a vender collares y brazaletes. Las mujeres reciben de sus hijas el arte de jugar, jugar ahora sí, enhebrando, engarzando creando arcoiris de pedrería. Devuelven las gemas preciosas que pertenecían a la tierra, y usan solo las humildes luces que se encuentran diariamente en los caminos alejados. Con las ganancias comprarían telas, venderían polleras con vida e historia, en Nueva Delhi. Así revelan cómo viajar a la ciudad, y el puedo de la firmeza propia.
       Planean conocer letras libros números y avanzar. La pobreza por ahora no cambia demasiado, pero están revividos en ellos, no pasan hambre. Y aunque no sea para siempre, hoy y mañana será la meta, cada día.
        Alguna semilla brotará en esa tierra yerma.
        


imagen: Ahmad Masood-reuters-nueva delhi