lunes, 23 de abril de 2012

Al otro lado del sol.












      Insiste la bocina.  La radio se pierde en el dial interceptado, cosa rara cuánta música de los ochenta en inglés, y cuánta  desprovista de gancho atemporal en su idoma, todo  resulta anodino. Menos la bocina que insiste y la reflexión en que su mente se queda atrapada, al buscar cuál es la estrategia de los emisores y cuál es la causa de la refundición de creatividad de los últimos intervalos.
     Algunos dicen: vende la chatarra comunicacional, engaña lo audiovisual con los chips que merecemos, eso es lo que la gente quiere. El arte como cimiento, poco se puede dar a conocer.

      Es que no puedo. Fundida de rayos tempestad, Rosaura se pregunta dónde protegerse. De esta masacre de la oferta y la demanda, la muerte de las verdades verdaderas, los monopolios incrustando para que nadie se de cuenta de qué somos y hacia qué pestes quieren llevarnos. Revuelve la razón Rosaura, no todos, no todas nos comemos los anzuelos.
      Sí, en algún lugar y en muchos; aún hay flores de campiña, reproduciendo colores runas; olores a que existe un castillo encantado al otro lado del sol que atardece.
      Lo encontró tantas veces y fue crucificado muerto y sepultado. Pero fue y están otros.

      Y ese tufo a bife cocinándose que viene desde afuera. Y la bocina que insiste. Alejan la vivencia que se resiste a partir sin ella al otro lado del sol.

     El reflejo.
     Cinco casitas desdobladas sobre el lago, es ella que se mira.
     Cansancio, fuerte lo que hace lo que hizo, farol, cabaña troncos hamacas. Girasoles. Ni glamour ni martini adorando una aceituna…
     Los genes seguirán su camino, en su reflejo.
     Lo dice el agua.

     Al limón podrían hacer los bifes, el olor sería más agradable.

     Lautaro como sería un elefante al limón, pregunta. Él estaba en otra cosa, no lo alcanzaba el reflejo, ni los cheiros ni la bocina intimando; su estado de monarquía estaba a punto de rebelión, de revelarse en anarquía. Escuchame bien Rosaura y decime que parte no entendés, corré las cortinas, quitémonos las máscaras. Dicho esto apagó la radio, se hundió en las aguas del lago, le gritó no estamos aquí, somos flotantes del pasado.
    Rosaura no se inmutó, tomó el bolso que había preparado; aspiró el diáfano aire del afuera, estaba regresando. Se apagó la bocina penetrante, subió al bote, la vida era muy valiosa para perderla ante el tornado que llegaba, el alarma que acababa de romperse lo anunciaba. Al fin el altavoz valía la pena que sonara continua en el aviso de sirena. Esa comunicación colectiva, es la necesaria, ya se lo contaría a sus predecesores y a Lautaro cuando decidiera salvarse. Allá, al  otro lado del sol que atardece.


lunes, 16 de abril de 2012

Sombras vivas, buenos aires.














El barrio viejo. Patrimonio histórico, área protegida. Inmobiliarias ávidas, socios encubiertos.
El tango danza.  Heredad a custodiar. Aunque lo vistan de exótico y turismo. Aunque lo vendan en revistas de promoción glamour.
Se reviste allí, en las paredes descaradas al ladrillo, se acuesta, se retuerce y se acuna en el fuelle de cualquier bandoneón.  Suena a tacos de mujer
a mirada de hombre, a la sutileza de los dedos en la espalda para morir en tono rojo, para sudar el tiempo de balcones…

 Todavía Noche lo baila con Julián.
 Ellos son la marca en el orillo de un río de la plata, el nudo que se ata a la verdad de un sello en danza y música partiendo empedrados, mostrándose en la plaza.
 Que importa que los aplaudan en idiomas diferentes, que les roben las fotos como raros animales salvajes de un sur del continente. Saben que anotician cultura, saben que trasmiten tracción a sangre, pasión Buenos Aires. Su karma es repetirse, nacer para amarse bailando, morir para calzarse pollera con tajo y traje con sombrero en los cuerpos nuevos.

    Cuentan que una madrugada los corrieron, de mortaja les pusieron ropas viejas y a jirones les arrancaron las pilchas. De cuadro, a veces colgaban en la pared, con óleos viejos; otras se abrazaban y ojos en ojos besaban el piso huyendo calles, apareando tango, puliendo malvones teñidos de su rojo y del otoño amarillento.
    Subversivos, cómplices, urdidores de estratagemas para custodiar  memoria de hechos crueles que narraban a los turistas para que el mundo supiera que una verdad era celda tortura y farsa en varios turnos caídos sobre lapsos sin justicia en su gran aldea. Un destino de bandoneón acribillado, los opresores vanagloriaban el auge en sus poderes, disfrazaban de papelitos la tristeza de los barrios, un mundial, una guerra fatal, una represión continua y sus fiestas con sonrisa derechita en uniforme. Ahí fue: Noche y Julián corrieron puestos a compás a marioneta para mostrar su danza, un tango a sus invitados, civiles, socios encubiertos.

    Qué puede importarles a los dos, ser sus fantasmas; existir desde los años cuarenta y tantos, tener la misma piel los labios rojos el coraje y la intensa potencia en el nervio despejado de Julián.
Ellos son transparentes, la gente pasa a través de ellos sin notarlo, el público los aplaude cuando bailan plasmados. Jamás descubrirán sus llantos; en cada giro cuentan una historia de tango memoria para diseminarla al universo. Es tan cierto, cómo que vos y yo, los vimos una noche por San Telmo.
   Se repiten en cada esquina, que aún adeuda la mirada humana a sus gentes. Cada uno de nosotros somos como ella Noche, como él Julián, también patrimonio a proteger, pertenecientes a todas las intemperies y tejas de la calle en que nacimos.
  
   Nada se remata ni nunca se derrumba del todo.


Antecedentes , ver:"hace dos horas..." http://cuenteraderio.blogspot.com.ar/2007/08/hace-dos-horas.html

lunes, 9 de abril de 2012

El tren no espera












Barro, dentro de las lluvias. Sapos conjugando un paisaje de silencios. El carro y doña María.
      No se oían entre tantas cortinas de la naturaleza, ni las ruedas girando ni los cascos del caballo. Ella hablaba con ella, adentro. Tenía que llegar como todos los días, sea con la ropa mojada, sea con los rastros de la gripe y del salpique. Limo pegajoso en lo profundo de cada huella. Tal, el ir viviendo.
      La fonda lucía desolada por vejez y por temporal, pronto llegarían las chatas al tiro de cuatro equinos (viejos síndicos de circo rutinario sin ècuyer). Como todos los santos días venían de entregar los tarros con leche fresca, en la estación. El tren no espera. Eran esos tiempos en que por las vías viajaban a raudales los pasajeros, los  comisionistas, los viajantes, las encomiendas, lo trabajado en sudor de tambo de cría o de cosecha.
      Llega tarde, la voz del patrón la sacudió en su apuro de ponerse el delantal y empezar con su obligada misión de cocinera. Siete hijos, unas pocas hectáreas inundadas que apenas el marido con sus hijas mayores andaban chapoteando para no peder el poco maíz que dejaba usarse. Las chicas hacían de todo, arreglaban  su ropa cada año para que parecieran otras, iban de la abuela poderosa a buscar las migas del cajón del pan, (las herencias y las regalías de inmigrantes italianos solo pasaban a los hermanos mayores varones) María era mujer, nada le tocó. Juan, el  padre, provenía de una familia prominente; que perdió sus recursos por invertir en Europa, con la primera guerra mundial, todo se expropió nada quedó. Juan era varón, pero sólo subsistió en la lucha entre la tierra no había nada que heredar ni nada tenía. La pareja pudo ser menos humilde, pero sus antecesores corrieron las apuestas. El que venía a poblar el país a sugerencia de Sarmiento, cumplía, pero su terruño era su confianza y la promesa de regresar. Así el progenitor de Juan invirtió en su Italia y murió de digusto. Nadie regresó.
        La cocinera regresaba muy tarde a la noche, ella y su carro cansados, en el rancho de barro esperaban con el mismo agobio de trabajo; pero la mesa puesta el mantel que no faltaba y la jarra del agua de la bomba. Poca comida  inventada con el arte de usar, lo que los cayos de las manos lograban junto con el surco. Se olía amor de juntos.

        Corrieron trenes, clima, años tragedias y bodas. Cada hijo su vida su distancia.
        Y de golpe otra vez el exilio, la Capital y Perón eran el promisorio jornal, que el campo no daba para los peones. Los hijos los trajeron, una huerta y la cocina eran lo único que los unía al pasado. El abuelo y los conejos, la abuela y sus ravioles, eran el cobijo de los nietos de una familia grande, obreros de la gran ciudad. Llenos de utopías por conquistas sociales y laborales.
       El tren no espera, y ni siquiera ya pasa por aquellos campos de hinojo y bichitos de luz. Los bisnietos corren entre utopías deshilachadas, separaciones, rastros de la dictadura que sufrieron sus padres, y algunos, solo algunos vuelven a buscar lejos tierra para huerta o morir de amor por la cocina y los hijos.

       Si, el tren no espera, deberían saberlo los que todavía se llevan sus ganancias de esta tierra a los paraísos fiscales, y creen que la vida es sólo tirar manteca al techo, mientras los demás trabajan desde todas sus generaciones habidas y por haber. Sosteniendo la tierra bandera, que pisan sin excepción todos los pies.