En la galería de los malvados, Mariel caminaba entre pasos urgidos. No era tribal primitiva esa aglomeración, era de hoy, a empellones seguía su objetivo. No ver. No admitir. No negociar sentimiento. No involucrarse.
Por eso cada vez que salía de su trabajo se preparaba para observar esa, que ella bautizara “la galería de los malvados”, necesitaba sentir que no se la tragaba a ella también. La realidad tenía que abrirse en algún punto flojo y vibrar como ser vivo.
Había quedado con Osmán, encontrarse en un barcito de San Telmo. Él era un foráneo para los de la galería, si en una casual visión lo detectaban, lo sellaban como terrorista asiático.
Ella lo conocía, desde que pasó por Relaciones Exteriores; oficina control de pasaportes librados en medio oriente, la suya.
Sabía que su llegada obedecía a una gira de conciertos, impulsando una divulgación cultural y política, junto a un grupo de compañeros de su universidad; como defensa de una libre identidad pacífica y muestra de los avatares que otra forma de vivir y de tradición complacía o afectaba a su pueblo, quien debía encontrar por si mismo su representación y su calma.
En escaso lenguaje compartido, se entendieron, ella fue al primer concierto: una mezcla de música del génesis universal con influencia étnica de procedencias diversas. Quedó sorprendida como esa instrumentalizad le hablaba del mundo desesperadamente en gritos, en ruegos de una mirada no fugaz; para quedarse en cada punto de vida apaciguarlo y comprenderlo.
Tomaban café, en medio de estos comentarios de percepción, casi por señas. Mientras la ventana del local, era para ambos un objeto de estudio de lo social y un diagnóstico a priori, intuitivo de lo que le pasaba a ese mar ausente o a esos arroyos mínimos presentes de personas. Situaciones, mercantilería, instrumentos, mimos al paso, tangos y compás de turismo, antigüedades con su historia muerta, y nuevas mazamorreras, esta vez en porciones de tortas caseras.
Desde esta feria exterior en movimiento, en osadía, en impulso de presencia ángel, de fuerza de carne viva; irrumpió un canto atronador pero armónico de un acordeón musicando a Rimsky-Korsakov. Temblaron, se conmovieron. De Osmán sólo una lágrima de esa sensación enorme, interior; hablaba desde su ser adusto. De Mariel una piel erizada en sudor rumoroso, poniéndole estilo de rubor de infancia, como cuando atendiera su primera nota.
Era de buen paño quién fuese el ejecutante. Oyeron aplausos, gritos, luego una sirena policial; forcejeos.
Dejaron sobre la mesa el costo consumido, salieron a viento empujados por ver qué suerte corría el músico, qué suceso. Al saltar la esquina, no era creíble lo que veían. En la galería de los malvados, ahora sí, había un alto; hijos de puta, curiosos eran, críticos eran, condenadores eran. Repetían, no se puede permitir, de donde salen estos roñosos, para esto los hijos, por eso yo… un perro, los abandonan, los negocian, los mandan a trabajar para gastarse todo en bebida.
La policía acompañaba gente de Minoridad y en un costado de la calle, buscando protección de sangre, de yo te entiendo; se pegaba al cordón en una diminuta sillita, el ejecutante. Con ropa de actor, un niño. Con una mirada bella llena de inocencia y tapado de miedos, sostenía su acordeón, apenas gesticulaba que no entendía nada y se escudaba otra vez en su gran concierto mientras sus piecitos apretaban imperiosamente una gorra con algún dinero que álguienes, miradores, le habían dejado.
Osmán lo tomó en brazos; Mariel quiso entenderlo, por su trabajo, manejaba mínimas frases de varios idiomas. Es rumano dijo.
Después los papeleos, la institución correspondiente; unos padres extremadamente jóvenes con tres niños más e instrumentos varios, llegaron al lugar. Asustados, en amor de rescatar al niño: Irfak, Irfak repetían, era su nombre, él los reconoció y sonrió por primera vez, se lanzó a los brazos de esas personas vestidos extraños y lloró, lloró angustiadamente por todo lo que había ya vivido y crecido duro, desde el nacer a sus cinco años. Los otros se plegaron entre sí al abrazarlo y de los ojos el dolor de un otra vez la nada, salía en demolición de ladrillos viejos estrellados contra el piso.
Mariel y Osmán intercediendo; ella ofreció ayudarlos en trámites necesarios con la embajada correspondiente, él sólo les regalaba desde su medio oriente milenario: calma para dejar lo tenso, instándolos a tocar en familia como si fuera en su casa natal antes de estar muerta. Sacó de su bolsillo un tubo pequeño con perforaciones y desde el aire de su boca, las notas se unieron al grupo rumano. Se transformó el tiempo, allá estaban siglos atrás en una aldea de paso donde la vida no sabía de fronteras, de mercado mundial, ni dictadores, imperios, anarquías, invasiones, ni indocumentados.
Costó meses resolver lo legal. Costó años reamar en mínimo la psiquis de la familia. Costó poco para Osmán incluirlos en la gira con sus compañeros asiáticos. Costó cada día de su vida para Mariel olvidarlos, en especial sus músicas, el beso de Osmán y la cruel historia de aquella gente y el por qué de su huída a Sudamérica. Tan tortuoso que a nadie contaría por respetarlos; esa mierda, sería CONFIDENCIAL.
4 comentarios:
Conmovedor.
He visto esas calles, esos niños, esa solidaridad y tambien ese mundo malvado, y hasta los hijo putas. Por que tu relato pudo acontecer en BBAA o aquí en Pamplona. Lo que cuentas, es universal.
Un abrazo.
La piel se erizó durante todo el relato, el remontar esas correntadas o pequeños arroyos humanos... la sensibilidad del arte, la incomprensión en general y la profunda conexión superadora de cualquier diferencia idiomática! Novedad, que sobrevivimos otra Babel.
Tremendo, tremendo, para lagrimear. MUY muy bueno. No tengo más palabras, es doloroso.
Abrazo.
Jeve
Los pibes allá en la esquina, están como dibujados, nadie paga sus pecados, no les socorre ni Dios..
Saludos Mabel
Chespi
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