Tiritaba rabia. Emperraba bronca. Se puso sus mejores ropas y salió del pueblo.
Ese no vuelve, le dijo el insulso García, el panadero. Por qué no se miraba él, que la vida se le había metido en cada pan. Y hasta de amargo la factura le salía ácida que ni acompañaba gusto a su pobre mate solo en la cuadra.
Ella claro que lo sabía, claro que odiaba a Luis por haberse ido dejándola con el crío. Pero bien estaba su conciente, cuando primero se odiaba a ella por haberle creído como una ingenua muchacha del siglo pasado. Lo cual decía de sus propias falencias de olfato, dejándose ser un complemento acuciado del otro, carne para chusma del vecindario.
Hacía cinco años, los del hijo, que García la perseguía con suciedades de oferta, total mujer sola sin marido no tiene de qué cuidarse, le decía.
Mandó al chiquero lo que no le servía, y a García. Tomó el tren con Nico, su niño. Llevada por los rieles en tropel de correntada. Le ardía aún la frustración de tantos carruseles perdidos, de años enlazada por la misma soledad. En la primera estación, ofrecían agua fresca por nada, le pareció un gesto nuevo. Ambos tomaron. Cuando el andén quedó sin ruidos, ella allá en el tren empezó de nuevo la vida. Nico se le dormía en sus brazos y de su boca salió una nana vieja, quizás su madre, quizás la abuela española recargaban cuerpo. Un olor de hinojo se hundió ventanilla adentro junto a semillas livianas de yuyos silvestres. Se dejó dormir Celeste Cuevas en ese rincón de purezas.
2 comentarios:
Excelente relato, en especial algunos pasajes extremadamente conmovedores.
Un abrazo.
Luis
gracias por leer, decir
y me conmueve que algunos pasos del cuento te conmuevan
algo he hecho bien como escribinete, aunque me falte
un abrazo
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