jueves, 13 de septiembre de 2007

El recreo de los miércoles


Como todos los miércoles, el parque y París.

Marie pisaba los jardines de Luxemburgo y dejaba el tiempo. Era como si rollos de tela verde, se desplegaran con ligereza de homenaje a sus pies. Cada cinta de vereda la llevaba a discurrir hacia las rondas de la tierra, se sentía satélite, luna, curiosidad de los científicos. Pleno día, sol de invierno y sus huellas girando en charla de universo. Pierre la alcanzó como cada miércoles a las cinco de la tarde, con un libro bajo el brazo donde se leía “Displicencias de los tiempos”. El resto del paseo fue un intercambio de creencias sobre órbitas musicales de vendedores ambulantes y planetas; el recreo de un helado en el inmenso parque se disfrutaba más en pensamiento, ignorando el frío. Así se distrajeron y el helado resbaló sobre el abrigo de Marie dejando una mancha como sombras de una vieja casa en ochava; esa sensación la remitió de súbito a su abuelo desconocido y lejano, quién no sabía de su existencia. Sólo tenía la referencia que su padre había nacido en una zona rural de su país natal al que había vuelto por una urgencia que nunca le explicaron. Lo demás en días, intentaría desentrañar.

Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, Argentina. Mariano Ascatarán con sus ochenta y cuatro, aún abría su almacén de ramos generales a orillas del camino real; se asomó por la puerta que daba a la ochava, el recreo se leía calado en el dintel; miraba prendado de la avenida polvorienta que parecía flotar como la tierra en el universo. Juraría que una pieza de tela para camisas de trabajo, la marroncita, se descolgó de pronto por el aire y la verde seco para las bombachas de los peones extendió jirones en las orillas. Como todos los miércoles llegó María a buscar yerba y azúcar para reponer en la cocina. Eran compañeros de siempre, parecían unidos por el tiempo en el trabajo, en las pocas palabras y en sostenerse amor en viceversa. Mientras preparaba el mate hablaba de su hijo, que queriendo volver a la tierra de sus bisabuelos se había ido. Los vascos franceses hacían unos quesos de montaña, ella había traído en sus manos las recetas. Nunca más habían sabido de él. Hacen tantas lunas que se fue. Viste la luna, ya se la ve detrás del monte. Ofrecía el primer mate y era una bomba de agua subiendo y bajando para seguir sacando sus palabras, tan ahogadas. Pleno día y parece que adelantó la luna para hablarnos de él. Hay mujer déjate de alfileres con el hijo; estará bien tendremos nietos de seguro con tus celeste ojos, irse y volverse de aquel lugar era deuda de ancestros; afloja ya de ennegrecerme el alma en extrañarlo. Del ímpetu en su casi ruego, derramó el mate sobre su camisa blanca. Pedro son la una de la tarde, mucho calor para sacar tu mancha ahora y es tan extraña, parece la sombra de un helado; no te rías de mi vuelo por los jardines de París inventó, el calor mi viejo, el calor…y rieron, ambos sabían que ella recurrió a un absurdo para alejar la tristeza.

Se mueven, están nerviosos. La murga que se prepara en el barrio porteño de Boedo, debuta el sábado; habían discutido sobre atuendos, piruetas, nombre; al fin como apenas hacía que habían salido de la secundaria le pusieron el recreo callejero. Como todos los miércoles: ensayo. Sudaban, improvisaban, reían, fundaban y daban círculos sobre la plaza perfeccionando detalles. Parecemos los planetas decía María, y Pedro que siempre la mira con dulzura; preguntándose donde habían salido sus ojos celestes en esa tez oscura heredada de la madre con raíces indias. Sentenció vos sos la luna. Si es de día, reía ella tierna por la comparación. No ves detrás del pino le señaló él, la verdadera te acompaña, transparentita nos anda hablando.
El tiempo, pensó María, siempre extraño; se había llevado a su padre a Los Pirineos allá en Europa; su madre dice que era un buscador de su lugar raíces, pero no resistió quedarse cuando supo que los años de proceso militar aquí, se comían a sus amigos. Al volver militó junto a su compañera y nació ella, le repetía de pequeña: eres mi segunda niña ojos celestes, si pudiera hacer que mi madre las viera…y no le entendía .No entendió tampoco entonces su desaparición entre miedos y silencios, ni donde fue el fin de su viaje vivo. Sabía que venía de Chivilcoy, algún día, se decía, escribirá el acabo de la calle lo que pasó con él; ya tengo por fin los datos de aquel almacén que contaba era de sus padres en el campo.
La murga los ponía bien, había un filo de buscar alegría, de escapar, de rotar sentido a la vida, evolucionar volver, trasladarse; ante los saltos, la realidad y la música: De cada uno nacía un rito de pueblo originario, un grito de “esta es mi ofrenda”. Terminaron, urgía un helado, imperiosamente corrieron; lo tomaron. El sudor en la remera de María era una sombra un signo de interrogación, una pregunta aún no dicha pero en pié. Estaban seguros, anunciaba que algo bueno estaba por pasar. Eran la una de la tarde y el sábado estaba cerca.

Sábado 22hs. Buenos Aires, capital. La murga en su explosión estrena. Ansiosos turistas, familiares y navegantes de lo bohemio bebían el espectáculo.
Dos turistas franceses quedaron sorprendidos, una chica de las que contorneaba a ritmo, era igual a Marie. Una pareja de campesinos por primera vez en la gran ciudad vieron dos jóvenes muy parecidas a la mujer, que aún en sus arrugas era bella.

Era hora, tiempo y lugar. Al final del paso de la murga el recreo…, irían todos al cabo de la calle donde se dispersaban, para conocer la magia de esos parecidos por fin y por principio.

Como así debe ser mientras los planetas sigan girando.