jueves, 31 de julio de 2014

Albedrío


















       Soñaba y despertaba. Inquieta en la cama austera, fría y sudorosa a la vez. No podía, al llegar a la vieja palangana donde las aguas de lluvia  lavaban su cara; recordar la ventura o la tragedia que la noche le revolvía el dormir apurado. Sabía que eran sueños, pero no podía traerlos a la conciencia.
       Apurada, si, ya lo estaba otra vez, don Braulio al grito como siempre, le cargaría trabajo doble por la tardanza. Había que recolectar flores, hacer los atados,refrescarlos, cargar los canastos, arrastrarlos hasta el transporte para llegar al mercado de madrugada. Luego seguir hasta la huída del sol en el mantenimiento de la inmensa naturaleza- fábrica, indiscriminada; de floricultura techada.
        Recolectar era lo mejor del día, las flores era lo único que ponían colores en su vida y esos sueños mezcla de placer, voracidad y misterio, que de algún modo la incitaban a descubrirse por dentro.
         Palmira ya no era niña, pero en esos parajes no había nada que la conmoviera, siendo aún joven.
         ¡Bruta!. Era el grito de Braulio, no sabés leer, esas son lobelias van en el canasto que tiene su nombre.
         Fue como un trance, de golpe desaparecieron los viveros, el riego, el dolor de cintura por las horas doblada sobre la tierra, abriendo surco, sacando hierba mala, manteniendo vida  sana a sus alimentos de arco iris.  
         Estaba despierta, no oyó la camioneta que se fue a entregar los aromas de esa mañana, ni sus compañeras que iban a otra parcela a seguir el trabajo. Se quedó con un ramo de lobelias en las manos, caminaba sin meta, encontró el asfalto; pero sus pies no lo notaron. Se paró en seco frente a un mástil con risas de niños.
        Se le despertó su sueño reiterado, o él la despertó, alzó los ojos y se vió entre un campo de lobelias ardientes en su floración. En desafío su gesto serio. Vestida como una soberana de albedrío desconocido en violeta,  de su cabeza llovían libros, hojas escritas. Caían sobre ella llegando al suelo en juego de  entrega. Reían como niños.
        Palmira entendió, tenía razón la abuela, soñar siempre es decirnos algo.
        Era corta de palabra, se animó, entró en la escuela ante la cual estaba. Desesperadamente gritó a la primera persona que salió a su encuentro: ¿Aquí enseñan a leer y escribir a las grandes necesitadas como yo?
        
        Delante de la escuela, muchos años después, doña Palmira florecía cada mañana mientras abría su puesto de  flores y ponía precios, carteles con nombres de las especies en cada vasija. Nunca le faltaban lobelias y un libro para engolosinarse leyendo, cuando escaseaba la clientela. Siempre vestía de violeta aún hoy cuando es abuela y vende, lee, se sustenta. A veces, muchas veces, ayuda a los  nietos con sus tareas y las señales de sus sueños.


  imagen:  kirsteb mitchell