domingo, 23 de agosto de 2009

Capital, decapitado










¿Por qué tenía que ser Fausto?

Él, que nació justo al fin de la guerra. Él, que ni miraba el horizonte, ahí en Sicilia, donde el mediterráneo no le hacía cosquillas. Él estaba en la cima. Don Fausto el usurero.

A mí me respetan; pero quería que lo envidiaran.

A mí me cumplen; pero ansiaba que no. Ergo: incautaba

A mi me besan los pies; cuando doy préstamos; pero tenía el control de todo salvavidas.

María, su mujer y los cinco hijos, recibían hasta por debajo de sus uñas el desprecio del pueblo por reflejo. Y de él, nada. La cocina tenía fuego, sólo cundo Fausto elegía en el mercado lo que él deseaba comer. Los únicos libros de la casa eran unas miserables libretitas para apuntar los préstamos y en goce, los impagos. Así quedarse con las propiedades de los otros, le era tan fácil.

Era su culto las joyas de la reina, los tesoros del pirata, las posesiones de dios y la conquista de todas las cruzadas. Sin siquiera haber vendido el alma al diablo; por que no entraba en sus planes deshacerse de la más mínima minúscula y sí: aumentar acosar, juntar. Preso de la torre de su fuerte y frente; ante las rejas de lo avaro.

Martín y su barca; sus redes y el apego a sus parientes.

En noches y días sin dormir exigía al mar su paciencia en darle frutos. La causa fue una zozobra y seguía sufriéndola de otro modo. Fausto. Había sido imperioso en su vida, como derrumbe anunciado; pero había que coser los averíos y seguir pescando cada día jornal. Era patético, era, si acaso sobrevivía. Cayó en Fausto.

El usurero, era implacable, urgencioso en su sed de codicia; contaba con la barca, descontaba ya su posesión. Él, que nunca se había fijado en las olas y lo extenso; quiso saborear la nave, verla.

El resto, fueron las restas sus restos. Un resbalón entre barrancos, un desnudo grito de ignorante dejó entrar el agua, nunca tuvo más sal en su poder y el mar lo avasalló. Nadie pudo oírlo, en su eterno sigilo por ganar; fue casi silencioso.


Una barca, un pueblo, su familia; no lo extrañaron…





Orgía de invernadero



¿Se podría decir que el invierno goza la tarde?

No cualquier día de agosto, en ocio, hace contratos con él.

Pero este veintidós, sin viento de locos, los papeles fueron firmados.

Una carrada de brotes apenas inicialados le dieron carácter de prefundador, la calle disipada por un sol cansino señalaba rejuntes cartoneros; carne de cañón en pliegos de poetas.

Los dueños del trato sudaban placeres de culantrillos en los muros, moliendas de olores entre sequedades y jazmines trasgresores. Dos machos en busca de las hembras, dos cortejos reflejados en el rojizo de las piedras, tres tiempos verbales por sus utopías y sentarse frontera

de fuente con sostenes doncellas.

Osado el sortilegio breve, ocurre fraguarles el amor. Escudados en ir perdiendo las capas y reverdecer juntos a puras noches de verano.