lunes, 14 de diciembre de 2009

Vanguardia al Sur









El agua le llegaba al cuello, literalmente cierto. Encajada en ella; Nicolasa Juárez Aguada no sentía nada. De pronto en la casona desvencijada de las tierras extensas del Neuquén, una invasión de aves, mariposas, flores arrasadas por el torrente del río Agrio la había penetrado. Fría, temerosamente quieta ahora aprisionando. La tocaba hasta el borde de su boca y titilaba reflejo; la rodeaban objetos de la casa, flotando con centenares de plumas verdes y margaritas amarillas. Trató de recordarlas palabras de calma, en que su abuela mapuche convocaba al pensamiento, para huir del miedo, para encontrar salida.

De la vivienda salían gestos y crujidos. Cuatro ases de barajas se acercaron a sus labios como incitándola al azar, al todo o nada. Al minuto en que cayeran los cuadros de aquella familia española que ofuscadamente abandonara todo porque su padre amaba y vivía con una originaria de la tierra.


En el bosque de pehuenes, Pedro, al pié de la cordillera del viento; tenía al fin un día dedicado a su interminable pasión de visionar. Llevaba bajo el brazo unas cuántas hojas, un lápiz en el bolsillo y un libro de García Lorca. El loco poeta quizás era, no el loco hachero como le decían. De ascendencia incierta, no hablaba con casi nadie desde que medio niño aún, bajara de un barco en soledad. Sobrevivía de sus brazos y hacha vendiendo leña, resurgía de sus manos y tinta en noches cansadas; amando la gigante floresta, corajeando en poesía, conociendo comunidades nativas que lo asombraban en su comunicación con la naturaleza.

Algo aprendió de ellas. Por eso percibió el miedo de los árboles. Se iban avisando unos a otros, el agua del río barrió sus raíces en segundos, apiñados, fue batalla sostenerse. También Pedro. Logró a tiempo subirse en lo alto de un pehuén, desde allí asiendo sus cosas, no supo cómo se encontró escribiendo en equilibrio. Desaforado, trasladado al trance del entorno, vio y escribió excesos de ese todopoderoso espectáculo gris, ahora callado.

Aquella casa se derrumba, emergiendo se están yendo sus paredes; escribía, es como si las maderas se estiraran no queriendo desertar del maridaje, esa casa se amaba entre sus cimientos. Se fue. Queda solo algo boyando en medio de lo que fuera hogar y fuego.

Pasó la noche aterido, parco sol amanece y el agua apenas ha bajado. Algo caliente se debe, aprieta sus papeles, se desliza, empapado hasta las rodillas observa la boya de la casa, sigue ahí. Dónde se fue la casa. Sólo un hueco nada, la denuncia inundado. Se acercó. Impresionante cara la de Nicolasa adolescente, rodeada de plumas y flores, una mariposa viva en sus pelos mojados ¿y ella?

Corrió como pudo, le gritó, la movió; la sacó la posó en un claro de piedras. La mariposa sobre ella, los poemas debajo de su brazo.


Diez años después, una escuela de la población mapuche, homenajeaba doblemente a Pedro por ser hachero preservador del bosque, talaba lo que desgastaba el viento y ayudaba a continuar creciendo sano. Aún no bajaba sus brazos y regalaba leña para el calor de los niños. A la par presentaba su primer libro de poemas “Chapa y pintura (formas de renacer)”.

La directora de la casa escolar, justificadamente conmovida; con dificultad para mover su brazo izquierdo (producto de un congelamiento de tiempo en un desborde abusivo de las frías aguas del río) comenzó su aplauso y tanto fue acompañado, que desde las aguas del Agrio y las copas de los pehuenes; el sonido fue tambor mensaje de que aún con el agua merodeando el cuello y la soledad de un pájaro allá en la cresta verde, con su fuego de leña y letra: la vida puede agrandarse y ser escuela, yunta y cría. Como Pedro y ella juntos, lo habían logrado con sus hijos y sus libros.



sábado, 5 de diciembre de 2009

Nodrizas











Qué es la sangría. Repetía pálido en medio de la calle. Detrás dejaba el espejo, la casa, esa ciudad invadida, rotada de geografía, densa de gente desconocida.

En el irse alejando, dejaba un camino abierto de personajes que los enjuiciaban vagabundo en vino.

De tumbos a un andar sereno, fue entrando en la noche y en la intemperie de espacios abiertos. Dónde vas Juan sin saber qué es la sangría; es que ya no me aceleran las respuestas me construyo en las preguntas.


A ella, le decían la niña mala, renegada no era; si, rebelde de las piedras que siempre le llovieron. A qué quedarse en un lugar, a qué encariñarse con los cuerpos y los roces. Si después, un centro de mentiras la empapaba y en el contexto se alejaban de ella por sus planteos, sus deducciones de la vida posesa enterrada por mandatos de una sociedad que le ponía el pié en su hormiguero. María despertó entre su cielo abierto preferido, amaneciendo, los molinos pegaditos se veían de un rosa viejo pero brillante. La tierra roja, nodriza, amamantadora y donante de un verde que iba creciendo desesperadamente en tono, buscando al elegido.

Ah… guacha niña mala, se dijo, nada mueve al sol, nada lo frena, es como vos; sos como esos molinos y la greda, te levantas astro. Floreces desde ese cielo decidiendo el día. Se acostó boca arriba, le hizo frente con los ojos de dueña defensora de tierra. Él, Juan que arribaba sin rumbo, se sorprendió del cuadro surrealista que le abría los ojos al día.

Se acostó con la espalda sobre el suelo, ella pensó se muere; él pensó vivo. Sin moverse le murmuró: tu tierra no será tomada.


María pinchó su dedo, propuso, hagamos una sangría de existencia; no te mueras todavía. Juan pincho también su dedo y lo pego al de ella. Tenés que conocer los bichos de la noche y las luces de conquista libre de mis luciérnagas. Quedate en el techo libre que elijas, sobra para mi.

Y se alejó entre los molinos, brutalmente austera y feliz.




imágen: " Tallos y cálices ardientes" de Maggie de Koenigsber ( muestra de Magalatina)