
Una tarde, el Sietecolores, revolvía brazas en el fogón.
Lo miraba en ese andar como pegado a la tierra. Tendrá mi edad, me dije, y está tan gastada su historia cíclica como la mía.
Nadie sabe el nombre que le consta en el civil. Él es el fuego del chocolate, la alegría rosada del alba y la tinta indeleble de la palta; puro verde hierba y tomate asado.
Vibra en tonalidades, canta en tonadas, del granero al fogón, de la huerta a la huella. En el pueblo parece que en su mayoría nació con percepción torcida; lo ven hosco, gris y en pura sorna lo apodaron Sietecolores. Hay que pararse y dejarse escuchar las voces de su trajinar, les dije.
Y yo. Yo venía con años de conventillo, allá en Barracas. La capital, tremendo monstruo tamaño circo. Vengo hoy, llego y los colores
de este hombre me arden la mirada. La llanura de su paraíso me borra como una goma de banco de colegio; me sienta en la frescura fácil sin noches de café con bata de damasco y ese baile absurdo para ganarme el alquiler. No me tocan. Pero esas miradas empastadas de lujuria, contaminan mi origen de delantal con semillas en canasto, de ser hada mariposa revoleteando silvestres; entre el camino a la escuela entre ir a engordar cerdos.
Cerdos, los que me ahora me dan de comer.
Y siete colores, no me oís; pero me convencés. No vuelvo a Barracas.
Me siento. Bebo su reflejo en tornasoles que atardecen. Recuerdo. Escribía poemas, los perdí en el tren. Volveré al cuaderno en blanco, quizás un verso…más…
Intento
ante tus brazos mi boca
acosa
rasga tomates rojos
alzo y te propone mi mano
cercarnos
en un juego de encaje
una misa de cantos
y un paso de años juntos
sin dejarnos
morir solos
De pronto él se acercó, sin palabras, le extendió su mano y aquellos poemas, perdidos en el tren.