
Donato había hecho la pregunta, con el sigilo de un león, parado en su vieja esquina del pueblo. Es como mi bar, decía acercándose al asiento cercano; gracias a Lucinda enamorada de las plazas, que en su vereda había puesto un banco donde pensar cómo tomar camino, plaza, vida y ser mujer sin que le rasparan el rótulo y se lo volvieran atrás. ¿Atrás del hombre o atrás del hambre? Discurría.
Entonces, él se sentó, sacó su bandoneón y largó como cada tarde su concierto.
No sabía por qué no había nadie en el pueblo, sólo Lucinda un mate y esa súbita frenada fuera de ganancia, ya que nadie corría en la pacífica calle de tierra. Alguien bajó micrófono en mano, una verborragia sin emanación a cordura surgía del personaje. Preguntaba sin aire entre medio, quería saber de la carne al asador, quería primicia, queja, apoyo de ficción. Quería idiotas sin pensamiento, y repetía algo de tener un oro verde y una multitud en las rutas.
Lucinda calló, regó sus malvones de la verdad y Donato guardó su bandoneón. Pensaban: para hablar hay que saber de que se habla, o ¿todo es santo y castigo?.
Ambos iniciaron contra pregunta y reflexión, con la poca palabra llena de savia como turgencia de los árboles del pueblo: ¿Ud anda mendigo de dignidad o de mentiras? Parece un hombre de bares con café en palabras frías. Habría que interrogarse qué es tener, a los ojos de las miserias. Los necesitados que acucian futuro, aprenden como afilar el hacha para seguir la poda y no convertirse en hielo de los inviernos. Pero no tiran el árbol, sólo calientan el cuerpo para subir la cuesta buscando lo que se pierde y nos pierde. Sólo hacen la hoguera y reparten la sopa, siempre se cuida el bosque y se persigue trabajo.
Pero grábenos, publique, grite, muestre lo que le dijimos y a esta calle; solamente escuche luego, el murmullo del suelo que pisa…