
Negro hay uno solo. Se dijo el artista frente a su lienzo. Lo urgía plasmar ese oscurecimiento súbito del cielo a media tarde. A la vez, lo inquietaba esa presencia intuída sin descifrarla. Tomo el óleo negro, no hay gamas de negro ese le bastaba; empastó su pincel y al volver sus ojos al caballete, su mano quedó paralizada en el aire. Allí estaba ella saliendo de la tela, vestía negro como su cabello, los ojos demarcados en negro litigio, sus cejas imperativas y su capucha cubriendo excitantemente parte de su rostro. La piel, el poco trozo de cuerpo visible, casi la unión de los dos pechos y sus manos; eran la total contradicción blanca casi desafiante con un oscuro rojo en sus labios y las uñas.
Era en verdad, una ficción, un delirio, una puerta al misticismo o tan sólo un poderoso encuentro real, con una mujer en negro y blanco que lo miraba y le mostraba el eco de su respiración.
Oyó decir de su boca Me llamo Mora. Sintió el aire de su paso hacia las sombras, ya alejándose le tembló la voz y a él su humanidad; cuando le murmuró No dejes de venir, vivo detrás del río.
Inconclusamente como oscureció se dio la luz en un tono de gasa púrpura, se hizo transparente, fresca, aromática como si llovieran gotas de alambiques de alquimia perfumera.
El lavanda, se ordenó, tengo que usar el lavanda. Lo buscaba en frenesí, repitiéndose que las tres ahumadas de marihuana que habían buscado moderarlo al llegar (guardaba el porro apenas aspirado para el final de su pintura), no pudieron cambiarle las percepciones y llenarlo de ansiedad y dudas; perturbándolo como a un niño confuso. Desde la muerte de su pareja, la hierba era su compañera en duelo, sin ese entero de amor. Vamos Bendito Tempo, se apuraba a sí mismo, siempre fumaste en tus contemplaciones evocándola y nunca se produjo esta especie de agite de universo; este modo de ver y olerme pasionario de esta rueda sobre mi sacudidora.
Encontró el lavanda, lo mezcló y congeló su mirada. Se iban desgranando del color, telas, flores, entregas misma gama, misma transparencia, mismo cuerpo rostro y la otra ella. Ella plantada casi flotando frente a él, Artemisa de tules y de sedas. Soy Cora, no te preguntes ni quieras mi respuesta; todo lo encontrarás en mi morada al cruzar el río. Y su paso se hizo carrera en nube de atardecer impulsada por el viento canto.
Pintó, pintó desesperadamente, ya no elegía colores, no le importaba definir ni los chorreados. Casi sus manos chapaleaban y los pinceles se incrustaban en el suelo. Ambas mujeres eran su desquicio, o era él el desquiciado buscando la obra, el trance, el color a media tarde y un motivo.
Terminó, apretaba su boca en gesto casi sonrisa casi sorna; sus ojos espías, el ceño fruncido sin descargar lo tenso, el cabello compulsado y las manos quietas; era un vigía entre la tela negra, los hierros cruzados del puente a su espalda y su piel un reflejo púrpura de aquel que atardece.
Miró el cuadro, la conmoción y el instante se tornó poderoso; la pintura constataba su cara, el puente, su pensamiento.
Pasados unos días volvió a buscar el cuadro que dejara en su huída, ahora lo tenía todo claro. Él había ido aquel día, decidido a pintar su muerte y tirarse desde aquellos hierros al río. La causa era la inesperada muerte de Cora que creía insoportable de superar. Después que se ahogara en ese río en un ocaso rojizo.
Esa noche al regresar conoció a Mora, tan vestida de negro como las moras y tan intensa como su ternura y desafío. La encontró luego de cruzar ese maldito río, donde se despidió de las muertes buscadas; y entendió que la oportunidad del negro es única por que hay uno solo, y ella era blanca desnuda como confirmación de vida de parto y mantilla áurea.
Sabía que las moras se comen al lado de la planta y que están unidas al mito de ser el árbol de los cambios, de la vida a la muerte y el nacer de otra vida, tal un gusano de seda renace de su alimento.